El código de vestimenta es ese texto rancio que te sugiere en una empresa cómo debes vestir. Eh, no debemos alarmarnos, que no es que se nos diga lo que tenemos que llevar puesto, sólo se trata de una inocente ayuda para las dudas que puedan surgir a los recién llegados, una cosa que está ahí por si hace falta. Y un sitio donde un jerifalte calvo y panzudo con los carrillos colgones te remite en cuanto te ve con un aspecto demasiado humano.
No creáis que no es una subcultura fascinante, ésta de la corrección en el vestir y demás. A ello le debemos esto de que abdómenes gelatinosos hinchados por los excesos que hacen que el cinturón se doble hacia adentro, o papadas que rebosan por el cuello de la camisa como masa pastelera, sean pinceladas varoniles que dan personalidad a su propietario. Una camisa sin corbata, en cambio, es visto como una provocación y una fata de respeto equiparable a escribir un correo golpeando el teclado con el pene.
A pesar de que cuatro mentes racionales decretaron hace años que esto de los trajes y las corbatas suponen una barrera estupenda a la comunicación y el acercamiento entre seres humanos, además de que las corbatas afectan al riego cerebral, los dinosaurios cristofascistas se empeñan en meter y meterse en trajes incómodos que tiran de toda la anatomía humana y son lavados con trabajo o dinero e insalubre frecuencia. Esto último puede apreciarse con frecuencia en el despacho del director que, por ser el tipo que suele gastar los trapitos más caros, concentrar mayores sudores psicosomáticos y estar confinado en el único habitáculo cerrado, suele presentar un olor a vinagreta característico.
En el caso de los señores, el tema está en ir con un afeitado impecable, peinado correctamente, pelo corto o hasta donde permitan las tendencias peperas, camisa, traje completo, corbata y zapatos de vestir. Es prioritario que nada de lo que lleves puesto te pueda servir un mojón en tu vida privada. Los trajes son casi todos iguales, pero las corbatas y las camisas ofrecen una peligrosa diversidad cromática y estética que debemos saber gestionar para no ponernos en evidencia. Por ejemplo, hay que saber distinguir entre camisas y corbatas de fiesta y camisas y corbatas de trabajo. En realidad no es difícil, acertarás siempre siguiendo el criterio de la ranciedad. Las camisas han de ser azules o blancas y, si nos envalentonamos, de colores pastel apagados, siempre colores planos. Las corbatas han de ser a rayas o moteadas con figurillas abstractas/aburridas, del tipo más incombinable posible. Que no os tienten las hechuras juveniles, más estrechas y un tanto menos ridículas. Estamos en un mundo dominado por carrozas cavernarios o, como ellos gustan en llamarse, caballeros, y los caballeros portan corbatones grandes y anchos, como si los fueran a usar para limpiarse la chorra de después de mear. Bueno, eso sería dar una utilidad a este idiota y mierdoso colgajo de tela.
Significativo es que en estos mundillos de cretinos prosofóbicos no se hayan cambiado apenas las formas de vestir en 130 años.
Las mujeres lo tienen más sencillo, pues lo único que preocupa a la moral católica troglodita es la altura de la falda y la abertura del escote. He visto desde señoronas que van como nosotros hasta compañeras en vaquero y camiseta (aunque éstas últimas no sé si cuentan con el seal of approval). Bien por ellas.
Al final, el objetivo de todo esto no es más que el de aparentar que cobramos mucho dinero y que venimos de una estirpe dominante superior, que es algo que hoy en día conecta muy bien con la gente, nos grangea muchas simpatías y nos facilita nuestra sempiterna tarea de decir a los clientes: "es lo que hay". Puta mierda de frase, por otro lado. Ah, sí, y dar buena impresión a la gentuza que amasa la pasta.
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